Son las siete de la noche. Los zapatos blancos se asoman en la Calle de la Fatiga. Los Mocasines de charol brillante desfilan por la empinada cuesta de cemento rumbo al bar El Cielo. A la entrada aguardan tacones puntilla, zapatos ajedrezados, zapatillas en gamuza, botas brillantes, sandalias con uñas impecables y tenis de trapo multicolores. Todos le abren paso al par de impecables zapatos blancos y los siguen adentro del bar hasta la pista de baile.
Las congas suenan marcando el ritmo, las trompetas imponen la melodía, el timbal le da alegría al son salsero que los zapatos, botas, botines, chancletas, tacones y sandalias, comienzan a bailar. Todos se mueven. Dan pequeños pasos, giran, dan otros más largos, giran, luego algunos brinquitos, giran, creando una feliz coreografía.
Pero algo sucede esta noche con los zapatos blancos, están torpes, trastabillados, han perdido el ritmo que siempre los ha caracterizado como el centro de la fiesta, no tienen ánimo de bailar, se dirigen a la barra y se cuelgan de la silla, tristes. Sólo descansan en la nostalgia mientras esperan por ellas, las que algún día los conquistaron con su taconeo, con sus correítas aseguradas a los tobillos y las mariposas amarillas a la altura de los empeines.
Afuera de El Cielo un par de sandalias rojas con blanco, de grueso tacón, caminan de un lado para otro inquietas. Ella arroja una colilla de cigarrillo a la calle y su sandalia diestra la pisotea hasta volverla pedazos. Las sandalias continúan su vaivén desenfrenado de pasos cortos. Finalmente deciden entrar con paso fuerte y decidido. Las mariposas amarillas parecen a punto de revolotear, se abren paso por la pista entre el calzado danzante, caminando directamente hacia la barra, hasta ubicarse entre los zapatos blancos, frente a frente. Entonces las sandalias albirrojas se paran en las puntas de uñas hermosas con esmalte francés y un beso sonoro opaca la música tropical.
Los mocasines blancos vuelven a ser los fantásticos danzantes que todos en El Cielo conocen, las sandalias los siguen adecuadamente, como las buenas amantes, que presagian los movimientos del hombre y saben acomodarse a él. Un diestro ocho, arrastre, pasito tun tun, vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, brinquito, brinquito, vuelta entera. Los demás hacen un círculo ovacionando la gran empatía de la pareja, su coordinación perfecta.
Afuera del lugar un rayo y a los pocos segundos retumba un trueno. La lluvia arrecia en gruesas gotas. Las ruedas de una moto derrapan al frenar rápidamente en el lugar, de la parte trasera unas botas militares descienden, apuran el paso y van ingresando mientras se escucha el pasador de un arma automática. Las botas militares, hastiadas de betún opaco, sin brillar, ingresan.
Suenan dos ráfagas que distorsionan la voz de Héctor Lavoe. Junto a las botas una lluvia de casquillos repica contra el suelo. Las botas dan media vuelta y salen del lugar con el mismo paso decidido y marcial con el que ingresaron. Los parlantes hacen corto circuito electrocutando la música, callándola con un estridente sonido que rápidamente agoniza hasta morir.
En la pista reposan los cuerpos en círculo de las mujeres y hombres, jóvenes y viejos que disfrutaron de la rumba hasta morir. En el centro de ellos, por algún fenómeno azaroso de la física, aunque inmóviles, los zapatos blancos de charol continuaban entrelazados a las sandalias albirrojas. Sendos hilos de sangre descendían hasta ellos, tiñéndolos poco a poco de espesa sangre, opacando el brillo, ahogando las mariposas, amarrando la muerte con las correítas, mientras bailaban la danza del silencio.

Recuerdo levemente como tus zapatos chocaban con los mios, en una pista humeante de sabor, era de noche y no habian fantasmas, tan solo rondaban el deseo y las ganas de besar.
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