jueves, 4 de junio de 2009

Salsa roja


Son las siete de la noche. Los zapatos blancos se asoman en la Calle de la Fatiga. Los Mocasines de charol brillante desfilan por la empinada cuesta de cemento rumbo al bar El Cielo. A la entrada aguardan tacones puntilla, zapatos ajedrezados, zapatillas en gamuza, botas brillantes, sandalias con uñas impecables y tenis de trapo multicolores. Todos le abren paso al par de impecables zapatos blancos y los siguen adentro del bar hasta la pista de baile.

Las congas suenan marcando el ritmo, las trompetas imponen la melodía, el timbal le da alegría al son salsero que los zapatos, botas, botines, chancletas, tacones y sandalias, comienzan a bailar. Todos se mueven. Dan pequeños pasos, giran, dan otros más largos, giran, luego algunos brinquitos, giran, creando una feliz coreografía.

Pero algo sucede esta noche con los zapatos blancos, están torpes, trastabillados, han perdido el ritmo que siempre los ha caracterizado como el centro de la fiesta, no tienen ánimo de bailar, se dirigen a la barra y se cuelgan de la silla, tristes. Sólo descansan en la nostalgia mientras esperan por ellas, las que algún día los conquistaron con su taconeo, con sus correítas aseguradas a los tobillos y las mariposas amarillas a la altura de los empeines.

Afuera de El Cielo un par de sandalias rojas con blanco, de grueso tacón, caminan de un lado para otro inquietas. Ella arroja una colilla de cigarrillo a la calle y su sandalia diestra la pisotea hasta volverla pedazos. Las sandalias continúan su vaivén desenfrenado de pasos cortos. Finalmente deciden entrar con paso fuerte y decidido. Las mariposas amarillas parecen a punto de revolotear, se abren paso por la pista entre el calzado danzante, caminando directamente hacia la barra, hasta ubicarse entre los zapatos blancos, frente a frente. Entonces las sandalias albirrojas se paran en las puntas de uñas hermosas con esmalte francés y un beso sonoro opaca la música tropical.

Los mocasines blancos vuelven a ser los fantásticos danzantes que todos en El Cielo conocen, las sandalias los siguen adecuadamente, como las buenas amantes, que presagian los movimientos del hombre y saben acomodarse a él. Un diestro ocho, arrastre, pasito tun tun, vuelta a la derecha, vuelta a la izquierda, brinquito, brinquito, vuelta entera. Los demás hacen un círculo ovacionando la gran empatía de la pareja, su coordinación perfecta.

Afuera del lugar un rayo y a los pocos segundos retumba un trueno. La lluvia arrecia en gruesas gotas. Las ruedas de una moto derrapan al frenar rápidamente en el lugar, de la parte trasera unas botas militares descienden, apuran el paso y van ingresando mientras se escucha el pasador de un arma automática. Las botas militares, hastiadas de betún opaco, sin brillar, ingresan.

Suenan dos ráfagas que distorsionan la voz de Héctor Lavoe. Junto a las botas una lluvia de casquillos repica contra el suelo. Las botas dan media vuelta y salen del lugar con el mismo paso decidido y marcial con el que ingresaron. Los parlantes hacen corto circuito electrocutando la música, callándola con un estridente sonido que rápidamente agoniza hasta morir.

En la pista reposan los cuerpos en círculo de las mujeres y hombres, jóvenes y viejos que disfrutaron de la rumba hasta morir. En el centro de ellos, por algún fenómeno azaroso de la física, aunque inmóviles, los zapatos blancos de charol continuaban entrelazados a las sandalias albirrojas. Sendos hilos de sangre descendían hasta ellos, tiñéndolos poco a poco de espesa sangre, opacando el brillo, ahogando las mariposas, amarrando la muerte con las correítas, mientras bailaban la danza del silencio.



miércoles, 27 de mayo de 2009

JUEGO DE NIÑOS



Al pin, al pon, a la hija del conde Simón. A la lata, al latero, a la hija del chocolatero. Alguien robó mi corazón, y sé que no fue un ratero en el Transmilenio. Fuiste tú, la que se lo llevó, la que perseguí por columpios, parques, areneras, pasillos y cuadras, pero me dejó sin aliento. Antes creía que eras un ángel y tenías alas, pero una noche levantaste el vuelo y desapareciste en el cielo con tu escoba de bruja.

De rodillas en el andén te gritaba que me lo devolvieras, te explicaba la falta que me hacía para vivir, pero mi llanto era tu risa, y te divertías jugando con el mío cardio a ponchar estrellas fugaces. Así que me diste una idea. Alisté mi cauchera y te intenté atinar, pero era tan mala mi puntería, que rompiste en carcajadas al ver que en el bosque maté dos pájaros de un tiro, al pájaro carpintero que ya no pudo martillar y a la pájara pinta sentada en su verde limón. Y me tocó salir corriendo, pues el lobo del bosque si estaba vestido y por poco me alcanza.

De alguna manera te tenía que bajar de las estrellas para recoger mi corazón y quemarte hasta las cenizas bruja preciosa. Que llueva, que llueva la virgen de la cueva. Con un dedito, con dos, con tres, con cuatro, con los cinco, hasta con los píes. Deseaba que cayera un diluvio para que te partiera un rayo, cayeras en la autopista y te cogiera un carro o te espichara el tren de la sabana vagón por vagón, nestlé, milo, can can, alpina… Cada uno por cada lonchera que te compartí en los recreos a cambio del olor a manzanilla de tus cabellos de resortes bellos.

Ninguna de mis estrategias funcionó para hacerte bajar, así que quise llegar hasta ti construyendo un puente con cáscaras de huevo, pero no bastaron las que sobraban de los desayunos de la ciudad, y al no tener corazón cometí tan gran pollicidio, que las gallinas entraron en conmoción, pues sufrían al no escuchar a sus pollitos decir pío pío, ni cuando tenían hambre, ni cuando tenían frío. Así que la pollicía emitió una orden de arresto para capturarme.

Traté de huir en el carro de papá, el coche feo, pero no llevaba tortas porque todas te las comiste tú cuando salíamos de paseo con mi familia. Así que me atraparon…

Hambre y frío siento ahora en esta cárcel de niños, aunque estoy congelado y no puedo moverme, agradezco tu visita. De nuevo luces como un ángel, se ven bien tus alas. Parece que sólo quería verte a los ojos, escuchar tu voz y tu sonrisa. Por mi corazón no te preocupes, quédatelo, eso sí por favor me lo devuelves cuando vengan mis amigos y me toquen para descongelarme y liberarme de esta condena.


jueves, 21 de mayo de 2009

UNA LUNA MI VIDA


Cuando niño te chupas el dedo y comes mocos verdes a escondidas mientras observas la luna de queso, que un goloso ratón del cielo se come a pedacitos hasta desparecerla… Como Dios no puede vivir sin queso, ordeña la vía láctea y va elaborando una luna nueva, que se hace grande y redonda. Pronto llega el roedor de nuevo a mordisquear su manjar… Quisieras atrapar a ese ratón y encerrarlo, bien para torturarlo y enseñarle que no se coma el queso de papá Dios, o bien para pedirle que te comparta un pedacito…

Cuando creces un poco ya eres adolescente, entonces riegas blancas fantasías en las sábanas y miras por tu ventana el rostro de ella en el cielo, como si el astro fuese un espejo de quien te robó el corazón, y recuerdas y lloras su ausencia, celebras o sueñas sus besos. Miras el firmamento y recuerdas la piel blanca de sus piernas, las pecas de su rostro, su sonrisa, la redondez de su cara… Quisieras romper con una piedra su reflejo y no seguir sintiendo el dolor de su indiferencia, o bien quisieras romperla y llevarle un trocito a ella como muestra de tu amor…

Cuando ya eres joven y la inocencia se perdió entre el paso de las noches, buscas una excusa díscola para hacer lo que se te venga en gana, y miras al cielo y una mirada blanca monocular te seduce y es tu cómplice, te hipnotiza con su fantasía de locura, sexo, drogas, alcohol, baile, juerga, diversión… La propia mirada de Baco en cuarto, un ojo de gato creciente y menguante, un ojo de buey lleno… Quisieras beberte la luna entera, danzar con ella bajo la lluvia de estrellas, hacerle el amor como el Sol en eclipse, romperla de placer en una noche de pasión…

Cuando eres un adulto, y te dices tan maduro que andas con el alma blanda y negra, llamas a lo absurdo juego de niños, tu karma son las irreverencias adolescentes y tienes varios adjetivos despectivos para calificar las locuras juveniles. Ya ni miras la luna… No sabes si crece o decrece o tal vez ya no está. No es tu golosina, ni tu amor, ni tu locura, es simple y llanamente la luna lejana, tan común como las dos lunas de Marte o las dieciséis de Júpiter. Una luna que sabes no puedes romper, pues necesitarías al menos cuatro misiles nucleares y una estación de lanzamiento avalada por la NASA para lograrlo. Es imposible y absurdo, pues no cuentas ni con qué pagar la cuota del automóvil.

Pero cuando hayas crecido lo suficiente para que los cortos y largos caminos recorridos se marquen en tu piel, y necesites ayuda al andar, y tengas que sostenerte la espalda baja para alzar la cabeza al cielo nocturno, mirarás la Luna en compañía de tus nietos, tus hijos, de tu amada, o en el más desgraciado de los casos, en compañía de tu compinche del geriátrico… Entonces contarás como te comías la luna con el ratón, mientras bebían vino e invitaban a sus amadas a bailar veintiocho noches seguidas con sus días a escondidas del Sol, le contarás lo loco y feliz que fuiste en las lunas llenas y lo cuerdo y triste que eras en las lunas vacías…

Le revelarás a tu consorte todos tus conocimientos lógicos sobre el astro. Dirás que tiene un ciclo de 28 días, que uno de sus cráteres lleva el nombre de un ingeniero colombiano, Julio Garavito, que Neil Armstrong fue el primero que la pisó, y que por hay decían que fue puro cuento de los gringos para asustar a los rusos durante la Guerra Fría… Le comentarás que antes de morir te gustaría ganarte el baloto para viajar y conocer tu amiga de siempre, y que cuando mueras te gustaría una tumba en el lado oculto que nunca pudiste ver desde la Tierra.